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PEDRO SAN JUAN EL APOCALÍPTICO
Acostumbrado
a trabajos menores, tales como quitar el mal de ojo a una señora cuya vecina le
ha mirado mal o preparar bebedizos de hierbas y piel de sapo para problemas
amorosos (las señoras suelen preferir desenamorarse a tragarse el bebedizo o
augurar el futuro a clientes que no dejan de hablar de sus muchas desgracias
(estas se centuplicarán necesariamente) o echar el tarot minuciosamente para
intentar descubrir el grano entre la paja, entre otros muchos, un día Pedro San
Juan el apocalíptico decidió echarse a la calle proclamando que el fin del
mundo estaba muy cercano y que el apocalipsis estaba tocando las trompetas del
juicio final a la vuelta de la esquina. Recorrió el camino de Santiago,
predicando en el desierto, mejor dicho en el asfalto y nadie le hacía caso,
todos se burlaban de él, hacían mofa, le vilipendiaban y le llamaban loco.
Todas estas cosas soportó con paciencia cristiana, sin dejar de clamar. Pero toda paciencia tiene un límite, Pedro
San Juan, decidió echarse al monte más tupido y clamar entre los árboles, para
las fieras y las menos fieras, que le escuchaban con los ojos como platos y ni
siquiera intentaban asustarle porque ellas estaban tan asustadas que corrían
entre la maleza y se escondían en las cuevas. En una de ellas se refugió el
apocalíptico y comía hierbas y bayas, hacía fuego con un viejo mechero de su
época de pecador, cuando fumaba casi una cajetilla diaria y allí, mira por
donde, le pilló el auténtico apocalipsis. Ni se enteró de la pandemia del
coronavirus y por eso no corrió a refugiarse en su diminuto apartamento, que
aún conservaba. Permaneció confinado en la cueva, sin saber que de esta forma
cumplía con las leyes del confinamiento, aunque es cierto que de vez en cuando
salía a recoger alimento de la naturaleza. Entre hierba y hierba clamaba y
clamaba. Que llega el apocalipsis, que está a la vuelta de la esquina. Los
animales se acostumbraron a sus voces destempladas y hasta alguno se acercó,
medrosillo, hasta la cueva, por ejemplo algunos conejos. Pedro San Juan no se
los comió, como hubiera hecho un depredador carnívoro, porque él era
vegetariano. Al contrario, los alimentó con la hierba que recogía de un prado
cercano, utilizando para ello su hoz, que no guadaña, porque aunque la segunda
representa a la muerte mejor que la primera, era demasiado molesta para andar
por los caminos y carreteras predicando el apocalipsis.
Narrada
por un vidente experto en mal de ojo y otras malas hierbas, contratado por las
víctimas del apocalíptico, ya que él también era letrado, esta historia no
tiene final porque el narrador que le siguió, en persona personalmente durante
mucho tiempo, y luego contrató un detective para seguir sus pasos, permanece
confinado como todo el mundo y por lo tanto no puede saber los últimos pasos
del apocalíptico, aunque sí es informado por el detective a través de un móvil
con cargador solar. El detective tampoco se enteró de que el apocalipsis había
llegado, como anunciaba Pedro San Juan, aunque permanecía confinado en una
vieja caravana abandonada en un claro, si bien es cierto que salía de vez en
cuando para informarse de lo que hacía su perseguido y se alimentaba, era un
depredador, de animales que cazaba con su pistola, sobre todo conejos y
liebres. No fue informado por su contratante de la primera parte, no se sabe muy bien si por bondad o maldad, y de esta forma abrigamos esperanzas de que podamos conocer el final de esta historia en algún momento, si somos capaces de sobrevivir el apocalipsis, que esa es otra.