CITA CON PRISCILA
Olegario Brunelli
ha recibido una nota perfumada de Priscila. Pero esta vez el mensajero no ha
sido nuestro simpático botones, sino la pizpireta Clarita Alegría. Parece que
la bella dama por fin se ha dado cuenta de que las propinas al botones nos iban
a costar un ojo de la cara y ha tomado una decisión pragmática e inteligente
como acostumbran a ser las decisiones de las damas.
Clarita Alegría se ha plantado frente a
Brunelli, una vez que éste ha abierto la puerta con una precipitación muy
propia de su caracter en cuanto hay dama atractiva de por medio y, buscando con
toda naturalidad en su escote, le ha entregado un sobre rosa, perfumado, y con
letra gótica digna de un calígrafo de postín. Brunelli ha dado las gracias casi
con veneración a Clarita, pero se ha olvidado de la propina. Esta se la ha
tomado por su cuenta y ha picoteado los labios de Brunelli. La sensación ha
sido tal que a punto ha estado de desmayarse.
Pero estaba tan obsesionado por leer la nota de Priscila que se ha
olvidado de Clarita, de la propina y hasta de desmayarse. Nuestra linda
camarerita se ha dado cuenta de las emociones palpitantes de Brunelli y se ha
escurrido con una sonrisa en sus labios pícaros y sensuales.
Brunelli ha logrado abrir el sobre casi a
empujones. En su duelo titánico con el papel ha roto un trozo de esquela y se
ha persignado imaginando que alguna letra esencial ha podido desgajarse del
arbol frondoso. Priscila cita a Olegario para las 17 horas del día de la fecha,
en el salón chinoise.
La alegría de Brunelli es tanta que da una
zapatiesta en el aire y cae de culo. No está nuestro héroe para muchas
heroicidades olímpicas. Mira su reloj y observa que faltan dos horas para la
cita. Intenta acicalarse con tal rapidez que no encuentra su mejor traje, ni su
mejor peluquín, ni la única corbata que soporta. Tal como está, con dos frascos
de colonia sobre su ropa de diario, los zapatones limpiados de dos escupitajos
y con la carta de Priscila enmarcada en plata y envuelta en papel de periódico,
sale de la suite. Baja en el ascensor medio ido, ni siquiera oye las risas del
botones.
Camina por el vestíbulo mirando los
escaparates de las numerosas tiendas de lujo que están diseminadas a lo largo
de las paredes. En una boutique se detiene para contemplar las piernas de una
escaparatista que está colocando un vestido sobre un maniquí. Brunelli piensa
en lo bien que resultaría regalar ese vestido a Priscila. No advierte la
incongruencia de estar mirando las preciosas piernas de la dependienta al tiempo
que piensa, de manera recatada, en seducir a Priscila. Así son los hombres,
dirían las mujeres, y así es Brunelli. No huyas de mirar unas buenas piernas de
mujer mientras llegan otras, porque puede que no lleguen. Ese es uno de los
lemas de nuestro héroe.
Quedan dos horas largas. Olegario se
cansa de dar vueltas y vueltas. Se introduce en el salón chinoise con la
timidez con que entraría un elefante en una cacharrería. Si el elefante supiera
lo que son los cacharros y las normas sociales y el qué dirán, claro. Como no
lo sabe un elefante no tiene esos problemas, pero Brunelli sí los sufre. Escoge
una mesa cercana a un gran ventanal que da a la calle y un poco escondida por
una columna. Olegario gusta de no ser oído, ni escuchado, ni visto, si puede
ser, por desconocidos.
Brunelli tiene tantos problemas para
relacionarse con sus semejantes que solo el humor puede disimular tanta
patología subconsciente. Está pensando que tal vez le viniera bien acudir a la
consulta del doctor Sun y contarle lo de la sua mamma. Llega un camarero mayor
y tieso como un aspa de molino frente al viento. Ahora Brunelli tiene un serio
problema. Si pide un té o una infusión puede que sufra luego de aerofagia y eso
frente a una dama es como cometer un crimen al lado de un policía.
El camarero le mira, luego le remira,
después le vuelve a mirar, se pone de un pie, se pone del otro, y Brunelli sin
decidirse. Por fin saca fuerzas de flaqueza y le expone el problema al camarero
que tuerce ligeramente la nariz. Es el único signo visible de su descontento,
de la tormenta que se agita en su interior. Le recomienda una copita de
champán, es digestivo y además queda muy chic con las damas. Brunelli se deja
convencer.
El camarero vuelve con el cóctel de champán.
Olegario le ruega encarecidamente que si una dama pregunta por él, al momento
la traiga en volandas. ¿Por quién debe preguntar la dama?. Brunelli no ha caído
que el camarero podría traerle todas las damas que preguntaran por alguien. No
ha caído o tal vez sí ha caído. Nuestro héroe es así, tímido pero astuto.
Allí queda nuestro amigo, el envoltorio
en el regazo, la copita de champán camino de su boca y el pensamiento
deshojando la margarita. ¿Vendrá o no vendrá?. ¿Temerá ser considerada como
desvergonzada si acepta una cita con un caballero a ciegas?. Las damas suelen
temer estos encuentros y hacen bien, la historia está sembrada de machos que se
creyeron lo que no era. Pero él, Brunelli, es un caballero y puede demostrarlo.
¿Pero le dará ocasión Priscila de mostrar sus credenciales?. ¡Uy las damas!. ¡Cómo son las damas!.
¡Cualquiera sabe!.
4 pm en la
habitacion 713
Priscilla aún no
sabe qué ponerse.
Camina de aquí
para allá entre la cama y los sillones, todos ellos cubiertos de vestidos,
mirando,
descartando, volviendo a barajar y volviendo a descartar.
Dentro de ella
disputan dos impulsos igualmente intensos y justificados ambos:
El natural hacia
la elegancia, traído en la sangre, perfeccionado desde el nacimiento,
alimentado por
las orgullosas miradas de Ramiro al lucirla colgada de su brazo,
facilitado por la
cantidad y calidad de la ropa esparcida a su alrededor.
El impuesto por
la ocasión de su voluntad de demostrarle a Ramiro que está en condiciones de
hacer el mejor de los papeles en representación suya.
Pero ¿cómo se
viste uno cómico?
Más aún, ¿cómo se
viste uno cómico sin dejar de ser elegante?
Porque tampoco se
trata de traicionarse a sí misma y dejar de ser Priscilla:
En ese caso no
sería Priscilla la que estaría demostrando nada.
Al final opta a
regañadientes por el vestido de clown.
Así lo había
calificado Ramiro la primera vez que se lo viera puesto:
«Será finísima
esa seda natural que te trajo tu prima, pero la intención del regalo no es nada
elegante.»
y como ella no
entendiera, agregó:
«Mi Priscilla,
siempre tan ingenua. Es una indirecta sobre mi reciente nombramiento.»
Ella no estaba
muy segura de que un vestido regalado a ella tuviera que ser una indirecta para
él, pero en cuestiones de política y relación personal -como en todo- él solía
ver mucho más que ella.
Y el vestido
realmente no iba con ella: Colores pasteles, pero muchos y mezclados, y esos
enormes botones cubiertos de seda, cada uno de un color distinto.
«Mírate -le
mostró él el espejo-. De haber sido de colores vivos sería el propio traje de
clown.»
Y "traje de
clown" se quedó.
Se lo pone, sin
darle ya más vueltas, porque casi es la hora.
La falda la
reconcilia un poco con la elección, le produce una grata sensación aérea entre
las piernas, sutil y vaporosa: Parece haber sido hecha cosiendo muchos
distintos pañuelos de seda natural a la cinturilla por las puntas. Y sobre la
holgadísima y también multicolor blusa luce el pálido arcoiris de los siete
enormes botones -tamaño fuerte de plata, de los de antes-.
Tal vez era
cierto que ese vestido estaba de moda cuando Martita se lo regaló, pero ahora
era definitivamente un muy femenino, lujoso y sutil ... ¡traje de payaso!
Y eso era lo que
ella se había propuesto ser esta vez, un payaso.
Aunque no estaba
nada segura de conseguirlo.
Sobre el otro
problema ya había tomado hacía horas una decisión:
Imposible
competir con la espontaneidad de Ramiro sobre las tablas, habiendo él casi
nacido sobre la tarima de una parranda gaitera en pleno jolgorio navideño, y
habiendo recibido, como solía decir él, la vocación en el nombre.
Ella en el nombre
sólo llevaba el sifrinismo.
Se calzó los
guantes. También de seda, pero grises. Largos hasta el codo. Muy chic.
Sin guantes no era
ella.
Tomó el pesado
bolso. ¿Por qué tan pesado? Bueno, ya no le daba tiempo a revisarlo. Caminó
medio torcida por el peso, eran pocos pasos hasta el ascensor.
«Yo sé que sobre
el escenario soy una ausencia -ensayó en voz muy baja-. Lo sé desde que en el
grupo de teatro de la universidad me desmayé en medio de una obra y nadie se
enteró hasta que encendieron todas las luces para empezar a recoger la
escenografía.»
Entró al
ascensor, pidió la planta baja.
Ya le habían
empezado a molestar los anteojos. Se había puesto los mejores que tenía, que no
usaba nunca porque le apretaban mucho el caballete de la nariz, aunque tenían
la ventaja de que no se le iban resbalando todo el tiempo: No se puede estar
alerta y ser asertiva cuando uno tiene que estar todo el tiempo pendiente de
que no se le caigan los lentes. Pero no los soportaría mucho rato.
Aunque con estos
anteojos -inmóviles delante de sus ojos- veía mejor que de costumbre, igual fue
contando los pasos hasta llegar al Salón Chinoise, tres a la izquierda, dos a
la derecha, cinco derecho y arruga en la alfombra... Mejor curarse en salud.
«Debí haber
cambiado el lugar de la cita» se dijo nuevamente mientras caminaba en la
dirección que el empleado le indicara. Aquello de "Salón chinoise" le
hacía pensar en la intencional voluptuosidad íntima del "boidour de
Merceditas" en Ifigenia, lo que no le daba muy buena espina.
Pasó entre tres
biombos en sucesión de zigzag hasta un ambiente poco iluminado pero amplio y
con varios sofás y mesas bajas. Nada que ver con un boidour, menos mal.
-Honorable señor
humorista nomber uan -empezó..
No podía tenderle
la mano porque no había terminado de sacarse el guante de la mano derecha, pues
se le estaba dificultando mucho debido al insólito peso de la cartera.
Finalmente estiró
la mano con el guante a medio sacar, largos dedos de seda gris alcanzaron
apenas a rozar la mano de Olegario y se batieron en retirada intentando
recuperar la elegancia perdida. No hay como un par de guantes rebeldes para
arruinarte una entrada.
Es que los
guantes son una de las piezas de vestir más contradictoria, con eso de que para
saludar hay que quitárselos:
Priscilla a estas
alturas ya no recuerda si empezó a usarlos para esconder unas manos no tan
hermosas como las hubiera querido, o, por el contrario, para llamar la
atención, al momento de sacárselos, sobre la pálida languidez de sus
esbeltísimos dedos.
-Honorable señor
humorista nomber uan -repitió-: Yo sé que sobre el escenario soy una ausencia.
El guante había
caído detrás del sofá junto al cual estaba, de modo que se interrumpió para
agacharse a recogerlo.
Cuando se levantó
ya no ubicaba visualmente a Brunelli.
-Honorable...
-giró sobre sí misma desconcertada, tan pequeño no era Brunelli, que ella
recordara, como para perderse visualmente de esa manera.
Brunelli tuvo
tiempo de pensar en muchas cosas. No era la primera cita con una dama aunque
tal vez no pasara de la tercera. Sentía temblar las rodillas y con ellas la
carta de Priscila, enmarcada en plata. El viejo camarero no dejó de presentarle
una dama tras otra, en realidad todas las que entraban al salón chinoise.
Olegario no es un hombre mal pensado, al contrario, le gusta imaginar siempre
lo mejor de sus semejantes, o al menos intentarlo, aunque termine por pensar
mal de todo el mundo, de otra forma no sería humorista. Pero aquel trasiego de
damitas le olía a cuerno quemado. Aquel pendejo de camarero se estaba vengando
de mala manera. Priscila era una mujer única e irrepetible y aquel viejo, con
una sonrisa de conejo que daba grima, no cesaba de presentarle damas.
Llegaba muy
tieso, se inclinaba en un saludo que hacía rechinar sus bisagras poco
engrasadas, y le decía a Brunelli, con su vocecita de niño que no ha roto un
plato en sus pocos años de vida, pero que acaba de romper toda la vajilla en un
acceso de cólera: Disculpe el señor, pero esta dama pregunta por usted. La dama
en cuestión se le quedaba mirando a Brunelli con ojos de poco querer y saltaba
como un áspid. Creo señores que aquí hay un error. Yo no pregunto por nadie,
sino que usted, mozo, es el que me ha dicho que preguntaban por mi.
El
"mozo" se ruborizó como un colegial y su sonrisa de conejo se amplió
hasta transformarse en una sonrisa de hipopótamo, si es que los hipos sonrien,
que no lo sé. Brunelli observaba a la dama en cuestión como si tuviera que
pesarla a ojo y cuando empezaba a sentirse muy cansado de tanto sostenerla en
brazos, se disculpaba. Usted perdone, señora, me temo que el error lo ha
cometido "este mozo". Es cierto que estoy esperando a una dama, pero
no es usted. Usted no es Priscila, ¿no es cierto?. Y lo decía como amenazando.
Como diciendo: como se le ocurra ser Priscila se va a enterar. Y es que las
damas en cuestión eran bastante feuchas, que me perdonen ellas si pueden, o
bastante gordas, o muy viejas. Y Brunelli ama el eterno femenino, pero no tan
eterno, ni tan bien alimentado, ni tan "estético". En cambio en la
hora que duró su espera (Brunelli pensó con regocijo que Priscila estaría
probándose todos los vestidos del armario, y la imaginaba tan pronto desnuda
como vestida y los ojillos se le hacían cada vez más pequeños, más pequeños,
más...) hubo una dama que le hizo tilín y luego tilón y luego casi se traga la
peluca y luego...
Se parecía tanto
a la Sharon Stone que Brunelli miró al camarero como si estuviera viendo un
extraterrestre. No puede ser, pensaba, que este idiota haya tenido el detalle
de traerme a la mismísima Sharon Stone. Es idiota, realmente idiota, pero no
tanto. Olegario se pasó un minuto y otro, sopesándola en sus brazos, y ella
pesaba poco, era como una pluma con curvas. Y así hubiera estado toda la tarde
hasta que la dama en cuestión, rubia por más señas, le espetó. Bien caballeros,
aquí hay un tremendo errror (lo dijo por Brunelli que se miró la barriga). No
creo que yo tenga una cita con un gordo tan repugnante en toda mi vida. Y usted
disculpe. Se refería a Brunelli. Como Olegario encontrara la voz perdida para
preguntar a la dama si era en realidad la mismísima Sharon Stone, ésta le soltó
un sopapo antológico. ¿Por quíen me ha tomado usted?. Como se le ocurra
confundirme otra vez con esa guarra le salto un ojo. Usted tiene menos
educación que un tiburón y encima es tan gordo que da asco.
Esta secuencia
dejó a Brunelli tan hundido que cuando llegó la auténtica Priscila y extendió
su mano enguantada hacia su boca, no pudo superar su baja autoestima y se dejó
caer detrás del sofá, panza arriba y con poco resuello. Allí quedó un buen rato
mientras la pobre Priscila daba vuelta sobre sus pies y luego se arrodillaba en
el suelo alfombrado, por si Brunelli hubiera encogido (¡qué mas quisiera él!)
transformándose en un diminuto de los dibujos animados, perdido entre los
pliegues de la alfombra, como en un océano sólido y enrojecido. Quiso hacer señas
al camarero para que le indicara dónde se había escondido Brunelli, pero el
buen mozo había desaparecido entre los tonos pastel del vestido de Priscila y
el par de columnas y el par de palmeras que rodeaban la mesa escogida por
Olegario para no sufrir un acceso de su mal, su gentefobia.
Priscila se
sintió perdida, allí en mitad del salón chinoise, con su vestido de clown y sus
gafitas de dama intelectual. ¿Qué hago yo ahora?, pensó con lástima de sí
misma, una inmensa lástima, una infinita lástima de sí misma. Y fue entonces
cuando Brunelli surgió delante de las naricillas chatas de Priscila, como una
aparición gorda en un show de magos flacos que hacen burla de los gordos.
Aquella sorpresa no estaba programada, aunque bien hubiera podido ser el gran éxito
de Brunelli...si Priscila tuviera los anteojos donde deberían estar. Pero no,
se los había quitado de su naricilla chata y los estaba limpiando con un
pañuelo color arcoiris. Más que nada para disimular, porque en realidad los
cristales estaban relimpios, como toda su persona, relimpia y colorista.
Brunelli observó
a la dama, como sopesándola en el aire y sacó una rápida conclusión, más bien
varias rápidas, pero profundas conclusiones. Una, que la dama se había estado
probando todos los vestidos de su guardarropa. En eso tenía más razón que un
santo. Dos, que la dama había escogido por fin, y al final, cuando ya la
paciencia de cualquier santo se agotó, el vestido regalado por su peor enemiga.
Tres, que tal como estaba bien podía presentarla en el congreso de humoristas.
Sería su ayudante y causaría sensación. Cuatro, que a pesar del vestido, de los
guantes, del pañuelo arcoiris, de las pestañas demasiado dobladas y de las
gafas que se estaba colocando sobre sus nariz chatita, era una mujer para ensoñar.
Y Brunelli se quedó mirando a la dama y ensoñando y ensoñando... Hasta que oyó
la voz arcangélica que le decía. ¿No será usted por casualidad el humoristas
number...number...?
Y aquí Priscila
se quedó trabada. Bien porque no fuera capaz de imaginar, ni en las peores
pesadillas, que el humorista number one del mundo pudiera ser aquel gordo
barrigón y abotargado que la miraba como un idiota, al tiempo que con el dedo
índice de su mano derecha intentaba hacerse un rizo en el bisoñé. Bien porque
lo del "one" se le atragantaba siempre a pesar de su espléndido
inglés de Oxford y Cambridge y de su excelente americano de Yale.
-Olegario, para
servirla. Déje eso de number one, solo me lo llaman los seguidores con los que
tengo menos confianza. Usted Priscila, puede llamarme Oli, por lo de Olegario,
aunque si prefiere , de momento y hasta que nos conozcamos mejor, guardar las
formas llámeme Brunelli, Brun-elli. Porque usted es Priscila. ¿No es cierto?.
Y lo dijo con un
suspiro, no porque se sintiera desengañado, puesto que la dama le hacía
ensoñar. Si le quitaba los guantes -que se quitó ella en ese momento con la
lentitud y sensualidad de Gilda, aunque sin darse cuenta, asi como quien no
quiere la cosa- le ponía unos anteojos más modernos, más de chica de pasarela,
y le cambiaba el vestido por algo más discreto, más chic, digamos, aquella
mujer podía sufrir una transformación bárbara, como de fea de culebrón a Gilda
de cabaret. No era por eso el suspiro, sino porque de no ser Priscila aquella
dama comenzaría a darse de cabezazos contra las paredes y cogería al
"mozo" del cuello y apretaría...apretaría.... aaaa.....
Priscila le sacó
de su ensimismamiento. Quería sentarse, estaba muy cansada, y tomar algo,
sentía la boca seca, y poder charlar con Brunelli con calma. Porque el susto
había sido morrocotudo. Por un momento pensé que se había convertido en un
diminuto, ya sabe esos de los dibujos animados y de las películas. Usted
disculpará, Oli, pero al no verle... pensé lo peor. Las mujeres somos así, un
poco, un poco...¿cómo diría?.
Aprensivas. Dijo
Brunelli que como un ciclón gordo tomó de la mano a Priscila y la condujo a la
mesa y ayudó a que se sentara corriendo la silla, que luego empujó ligeramente
hacia delante, y sirvió una copita de champán que ofreció a sus dedos
desenguantados y de piel suave y se sirvió otra copita para él y brindó por el
feliz encuentro. Que esto se repita al menos una vez al día y nada me alegraría
más que usted aceptara ser mi ayudante en los shows que tengo preparados para el
congreso de humoristas. ¿Qué me dice usted?...Sí, sí, qué me dice... Responda,
responda...
Y es que Priscila
no podía responder porque se había echado la copa al coleto y acababa de
atragantarse. Su cara se demudó y no podía respirar y... Entonces Brunelli se
colocó a sus espaldas, la levantó de la silla y la dio tal palmada en la
espalda que de la boca de Priscila salió todo el champán bebido y con él un
formidable grito que puso histéricos a los reposados clientes del salón
chinoise.
¡Oh,Brunelli,
Brunelli!. Ya la has pifiado otra vez.