jueves, 30 de junio de 2011

Hotel de los disparates V




No obtuvo ese placer, pero de ahí le quedó una obsesión por la perfumería que ya nunca le abandonó. Investigó en bibliotecas el sutil arte de la perfumería; se entrevistó con los perfumistas más acreditados y se gastó sus ahorros en construir un laboratorio, contratando químicos y perfumistas y cuando ni aún así obtuvo el perfume que buscaba desesperado se dedicó a encargar perfumes a las mejores tiendas del ramo y a comprar cuanto frasco de colonia halló a su paso, desde lo más barato a lo más costoso, “chic” y elegante.
Uno de sus secretos mejor guardados, alguno se atrevería a decir que su perversión más horripilante, era la de encerrarse a cal y canto en su dormitorio, vestirse con trajes de la época barroca que encargaba en secreto a modistos de prestigio y en ponerse pelucas estrambóticas, también encargadas a los mejores profesionales del ramo. De esta guisa se paseaba una y otra vez, dando vueltas y más vueltas, como un tiovivo a su cuarto, cargadito de espejos de cuerpo entero, situados de forma estratégica para que los efectos visuales fueran “epatantes”.
Por supuesto que esta etapa vino después de que pasara a mejor fortuna. Abandonó la universidad y cuando comenzó a ser muy conocido en ambientes perfumistas aceptó una oferta de una conocida casa de perfumes como asesor. Su trabajo consistía en probar todos los perfumes, colonias, alter shave y toda clase de potingues. Su gusto era infalible. Si a él le gustaba algo, inmediatamente era descartado por la junta de accionistas. Esto ocurrió tras el batacazo que se dio una nueva directora general, quien no aceptó el consejo de sus asesores y decidió sacar al mercado una serie de productos que habían encandilado las narices de Pestolazzi. El fracaso resultó tan estrepitoso que desde ese mismo instante decidió contratar a nuestro amigo, por una elevada suma anual y en exclusiva. Por varios departamentos, incluido el de contabilidad, se trabajó en un exhaustivo informe cuyas conclusiones fueron absolutamente contundentes. El infalible olfato de Pestolazzi les ahorraría ingentes sumas en experimentación y lanzamiento de productos. Tan solo era preciso crear algo en el laboratorio, entregarle el frasquito a esta nariz prodigiosa y así sabrían, con un cien por cien de fiabilidad si el producto sería un éxito o un fracaso. Bastaba con hacer lo contrario que aconsejara Pestolazzi. Si le encandilaba sería un fracaso estrepitoso, mejor arrojarlo a la basura sin hurgar más en la herida; si le resultaba indiferente tenía algunas posibilidades de éxito y merecía la pena trabajarlo un poco más y encargar al departamento de marketing una buena campaña y si le disgustaba profundamente entonces sería un éxito apoteósico, nada de matizarlo ni refinarlo, tal cual lo había olido la nariz de Pestolazzi, así se lanzaba al mercado.
Pestolazzi llegó a mejor fortuna de esta manera tan chusca. Pero cómo y por qué fue contratado como director del hotel “Joie de vivre”, mejor lo cuento en otra ocasión. Es un tema un tanto oscuro e intrincado que me exigirá documentarme a fondo durante un tiempo.




El director, entre casting y casting, se dedicó a telefonear a las más importante sfiguras de la restauración y el turismo. El primero en recibir su llamada fue Iñaki Lizorno, cocinero postmoderno y uno de los más afamados chef del momento. Por suerte se encontraba disfrutando de unas merecidas vacaciones en el Caribe. Aceptó la invitación para permanecer un tiempo en el hotel, gratis, así se haría una idea de lo que le esperaba y podría tomar la decisión final con un mínimo de garantías. En realidad lo que Iñaki buscaba era prolongar sus vacaciones sin gastarse un céntimo. Solo se comprometió a probar las cocinas y las posibilidades gastronómicas que ofrecían los productos de la tierra. Pestolazzi aceptó encantado todas sus condiciones. Teniendo en cuenta que el dinero lo ponía el consorcio de millonarios y que le habían dado carta blanca para organizar el hotel a su manera, siempre que hubiera suficientes huéspedes y ganancias, tendremos que admitir que la generosidad de Pestolazzi era tan evidente como la de Iñaki.
Para llenar el hotel a corto plazo creía tener un plan infalible. El hecho de que el consorcio de millonarios aceptara su propuesta con tanto candor nos hace sospechar que siempre desconocieron su antiguo trabajo de asesor perfumista o bien que les sobraba el dinero y preferían gastarlo en una experiencia divertida antes que reducirlo a cenizas en el horno de la cocina. Aunque es cierto que los millonarios son todos muy suyos no podemos caer en la ingenuidad de creer que son tontos, ni uno solo de ellos, en otro caso jamás habrían llegado a millonarios.
Pestolazzi hizo otras llamadas que no vamos a reseñar porque una narración no es la vida, plagada de pequeños detalles engarzados cronológicamente, que no pueden ser detallados en una obra de ficción, de otra manera una novela duraría toda una vida y parte de la siguiente. Baste con que sepamos que Pestolazzi estaba dispuesto a transformar el hotel (de alguna manera era suyo, o eso pensaba) en el mejor del mundo y para ello pensaba contratar a los mejores, no los segundos mejores, sino los primeros y les iba a exigir lo mejor de sí mismos. Nada de medias tintas.
Abandonemos por un rato el hotel y centrémonos en el país. De él se había hecho cargo, provisionalmente y hasta las elecciones, un hombre e paja, porque el auténtico dueño era el consorcio de millonarios. No nos engañemos. Poderoso caballero es don Dinero, que dijo Quevedo. El es el amo y señor de nuestras vidas. No los políticos, hombres de paja; ni los militares, hombres de armas y destrucción.



El hombre e paja puesto por el consorcio al frente del país era un desconocido, o al menos lo era su nombre, porque en aquel lugar todos le conocían como Don Pajita, hombre de paja, pelota y lameculos profesional. Él era el presidente del nuevo gobierno, formado por más hombres de paja, designados a dedo alzado por el consorcio de millonarios.
Lo primero que hizo el nuevo gobierno fue cerrar las fronteras y nombrar , entre hombres y mujeres de confianza, un selectro cuerpo de aduaneros que fueron instalados en cabinas de plesiglás, compradas a la empresa de uno de los millonarios y a cargo de los próximos presupuestos. Las cabinas eran una auténtica sauna y una auténtica mierda, si le permiten esta expresión a un narrador que se precie (yo me precio muy poco, comida y techo). Se autorizó una indumentaria fresca, bañador por ejemplo, aunque eso sí todos los bañadores iguales, en plan uniforme, con el escudo de aduanas en el bolsillo delantero. Se les facilitó un botijo con agua potable, un depósito, al lado de la cabina, para ducharse hasta que se acabara el agua y una calculadora pequeña y muy sofisticada. Su misión: recaudar impuestos y tasas aduaneras.
Por suerte o por desgracia, nunca se sabe, las fronteras son como el campo, al que no se puede poner vallas. Las negociaciones del Consorcio para la independencia del nuevo país, Alegría, fueron muy, muy duras. De hecho las fronteras no son las que todo el mundo quería. Las montañas Colibrí suponían una frontera natural del nuevo país, les hubiera ahorrado muchos quebraderos de cabeza a los aduaneros, pero por desgracia hubo que ceder a la testarudez del gobierno dictatorial, quien se plantó: queremos las montañas Colibrí para nosotros o no habrá independencia. Eso fue todo.