EL
CIRCO DE SLICTIK PRESENTAAA
I Ñ A K I L I Z O
R N O, C O C I N E R O P O S T M O D E R N O
NARRADO POR UNO
DE SUS PINCHES DE COCINA QUE LLEGARÍA A LA FAMA COMO PROMOTOR DE LA COCINA
INTEGRAL
Confieso, sin
vergüenza alguna, que me hice pinche de cocina por la más elemental de las
razones: hambre. Mi familia era muy pobre. Comíamos y cenábamos sopas de ajo
todos los días y eso cuando teníamos pan duro (los ajos los mangaba mi hermano
mayor de una huerta cercana). Si no quedaba ni un mendruguillo de pan se hacía
una sopa integral, en la que además del agua del grifo se podían encontrar los
elementos varios atropados a lo largo del día y recogidos en los bolsillos de
los elementos -¡menudos elementos!- de esta portentosa familia que me tocó en
suerte. Por poner un ejemplo clásico, una sopa integral muy bien podría estar
formada por una hoja de lechuga casi sana (mangada al paso en una verdulería,
negocio familiar); restos de tomate y sardina de una lata hallada en un cubo de
basura urbano de familia bien, o sea sin rebañar y unas cuantas cáscaras de
pipas de girasol cuando no pipas enteras si mi hermano mayor, el mangante, se
acordaba de nosotros luego de pasarse el día hurtando paquetes de pipas a todo
bicho viviente, más bien niño, que encontrara en su camino.
Unos días la sopa
integral era de más sustancia y otros de menos, según la suerte. Para
acompañarla un buen vaso de agua del grifo. Claro que la sugestión o séase,
imaginación, ayudaba mucho puesto que es una de las mejores pildoritas para
combatir el hambre. El otro calmante, un poquillo mejor, es un jamón
pata-negra, pongamos por caso.
Las razones de
semejante estado de necesidad, aparte la culpa que tiene la sociedad en estos
casos -de la que no se va a librar así me pida perdón durante el resto de mi
vida- eran por este orden:1ª) el alcoholismo de mi papá, un borracho indecente,
que se limitaba a practicar un par de chapuzas (difíciles de explicar) a la
semana, que se le iban en vino peleón. 2ª) el que mi madre fuera una cotilla
infame que se pasaba el día de un lado para otro (con esto quiero decir que se
enteraba de los trapos sucios de uno para contárselos al otro, no que fuera
lavandera) en lugar de atropar cuatro perras, que bien nos hubieran venido. 3ª)
Mi hermano mayor era un mangante empedernido, todo lo que encontraba lo
utilizaba para él solito, incluidos los bienes muebles e inmuebles de la
familia. 4ª) los hijos del matrimonio, sin contar conmigo, o sea, siete en
total.
No es de
extrañar, no, que con el hambre que llevaba acurrucadita en el estómago, me
fijara en aquel cartelón. "Se necesita chico para pinche de cocina".
Podría haber dicho "chica" y mi vida habría tomado otro rumbo o
trillados derroteros, que diría el otro, pero no, una simple letra puede
cambiar una vida. De esta manera entré como pinche de cocina de Iñaki Lizorno,
quien, con el tiempo y unos cuantos fogones, llegaría a ser el gran maestro de
la cocina nacional e internacional y jefe supremo de la cocina postmoderna que
es ahora. No se lo van a creer pero llegó a los cinco platos Vajillín (la
vajilla de moda en las grandes cortes europeas) y aún le pusieron uno más en
exclusiva para su restaurante por haber alcanzado las más altas cumbres
terrestres de la cocina, o sea el Everest del fogón.
Claro que un
servidor no se quedó atrás y pasaría a la historia gastronómica como el
promotor de la cocina integral. Antes tuve que superar mi timidez enfermiza,
sacudirme los viejos deportivos, sonarme los mocos, limpiarme la cara con un
pañuelo en el que había escupido antes y dar un paso al frente. Quiero decir
con ello que necesité todas estas mandangas antes de atreverme a entrar en el
ventorrillo de Iñaki Lizorno.
Ya sé que a los
puristas les sonará a herejía, pero estén seguros de ello, antes de ser el
ídolo de masas que es hoy, Iñaki Lizorno pasó por los más modestos destinos.
Entre ellos el de propietario de un ventorrillo en las afueras de la ciudad, en
una de cuyas ventanas, de sucios cristales, acaba de colocar el cartelón. Entré
a un amplio rectángulo de suelo mojado y lleno de serrín que estaba barriendo,
con mucho salero, una chiquilla de mi edad poco más o menos. Era Izaskun, la
hija mayor de Iñaki Lizorno, con la que llegaría a hacer con el tiempo muy
buenas migas. Pero eso sería mucho después, porque ahora me miró de arriba
abajo, como si fuera un gitano, con perdón de los gitanos, y no estaba muy
equivocada porque el abuelo de mi padre era de raza gitana, que Dios lo tenga
en su gloria, y la abuela materna era judía, y hubo un ancestro árabe y creo
que un lejano tatarabuelo era de raza negra, africano por más señas. Con estos
antecedentes se imaginarán ustedes que en mis genes el hambre hacía estragos.
En aquel momento
era el estómago, y no los genes, el que se quejaba amargamente. En lugar de
ofrecerme un currusco de pan con chorizo Izaskun me preguntó, con muy malos
modos, todo sea dicho, que quería. Yo, muy tímido y cortado, ante la belleza de
la damita, señalé con el dedo el cartelón. Ella comprendió enseguida. Espera,
voy a llamar a mi padre. Y se introdujo en el corredor por una puertecita a mi
izquierda.
Iñaki era en
aquellos tiempos un joven, fortachón y simpático como todos los vascos, y de
vozarrón tal que hacía temblar los cristales sucios de las ventanas. Me vio y
decidió en el acto que no le convenía. Fue entonces cuando recordé mi hambre
ancestral y defendí mis cualidades a capa y espada. Me conformaría con las
sobras. Me bastaba y sobraba como salario. Trabajaría como un esclavo, día y
noche, noche y día. Iñaki se rascó la cabeza, plena de recio pelo y tardó tres
segundos en revocar su primera decisión. Aquel pinche era un chollo, hablando
económicamente. Esta facilidad para tomar las decisiones más difíciles, en dos
o tres segundos, sería una de las cualidades que le llevarían al triunfo. En la
cocina no se puede dudar mucho, se prueba y si sale bien estupendo, y si sale
mal a fastidiarse. Otra de sus cualidades, que apreciaría pronto, era su
exquisito paladar, unido a unas manos de cocinero vasco de toda la vida.
Me preguntó
cuándo podría empezar y contesté, al pronto, que ya. Necesitaba comer cuanto
antes, no podía esperar al día siguiente. Así empezó la más curiosa asociación
en la historia de la cocina moderna. Iñaki Lizorno, as de la cocina
postmoderna, y un servidor, as de la cocina integral, mano con mano y codo con
codo llegaríamos a transformar la cocina tradicional, base de toda cocina que
se precie. En un próximo capítulo les contaré cómo degusté los primeros platos
en la cocina de Iñaki. Para chuparse los dedos, pueden creerme.
Continuará