ALFREDO EL MONTAÑERO
NARRADO POR SU HIJO QUE QUIERE CONSERVAR
EL ANONIMATO
Sí, ese soy yo, y
no insistan porque me niego a dar mi nombre y apellidos. No es que mi papá, al
que llamaremos Alfredo utilizando un alias muy común, sea un peligroso ogro
capaz de devorarme de un solo bocado, pero sí es cierto que temo su santa
cólera, y lo que es aún peor, tener que pagar los platos rotos que él rompería
sobre mi cabeza. Como todos los hijos no independizados ando corto de pasta,
tan corto que he tenido que mangarle a mi progenitor un par de bolígrafos para
escribir esta crónica.
Aunque espero
encontrar editor para esta biografía familiar no autorizada -necesito
urgentemente un adelanto- al mismo tiempo ando temeroso y cabizbajo ante semejante
posibilidad. Mi papá, Alfredo, es un amante de la montaña, de todos los
deportes de riesgo, de todo lo que sea raro, raro, raro, y sobre todo le gusta
leer sobre estos temas. Acostumbra a visitar las librerias al menos un par de
veces al año, coincidiendo con las pagas extraordinarias, y se compra tantos
libros como puede ocultar a su santa, mi mamá, que en cuanto observa un libro
nuevo en casa ya está chillando: ¡Alfredo!, que vamos a tener que salir
nosotros para que entren tus libros. Aún confío en que si estas crónicas se
publican puedan pasar desapercibidas, si los nombre que aparecen en la portada
no llaman la atención de mi padre quien bien puede llegar al cupo antes de
tomar en sus manazas este hipotético y futurible libro.
Pero comencemos
cuanto antes la historia o los lectores me considerarán tan pesado como mi
papá, que suele contar sus aventuras con tal prolijidad de detalles que la
familia suele pedirle una historia cuando anda insomne. Alfredo fue un
apasionado adorador de la montaña desde niño.