Muy estimado señor humorista-number-one:
¡Qué susto que usted me ha dado!
Me ha hecho correr a revisar la gaveta de la mesilla de noche de mi
habitación:
Suspirar de alivio al ver el bulto cuadrangular que anunciaba un libro!!
... para luego volver a asustarme ante una macabra sospecha:
Y entonces tomarlo,
y acercarlo mucho mucho hacia mi rostro,
cada vez más y más cerca, paralizada de terror,
muy muy cerca,
hasta poder distinguir el título.
¿Se pone en mi lugar?
No bastaba que hubiese un libro.
¿Y si era... ¡el necronomicón!?
O quizás ... la Ilíada?
Pero no: Era una Santa Biblia.
Nunca pensé podía producir tanto alivio encontrar una Biblia donde se
supone que debe haber una Biblia.
Usted casi me había provocado un soponcio, cabellero, con sus metáforas.
Pero la culpa es mía, ya lo sé,
por haberme tomado en serio ese chiste suyo sobre los dioses.
Es que yo me lo creo todo.
Ya voy aprendiendo, ya voy aprendiendo.
Le informo: mi diosa tutelar es y será siempre la virgen María.
Hay cosas que no se negocian.
Por favor: Lea esto con la sonrisa con que se lo estoy escribiendo,
esa sonrida que sabe que lo que digo es serio, sí, muy serio, indiscutible,
pero no importante,
porque todo el asunto éste de los dioses era un juego,
en el que sin embargo, desafortunadamente, no podría prestarme a
participar:
Yo sólo creo en el dulce Jesús de mis navidades infantiles.
Y si usted realmente conoce otros dioses, ¡mejor no me lo cuente!
Espero con ansiedad el discurso de inauguración
y los actos que vendrán después
en los que espero aprender de qué modo el humor nos ha de salvar de las
guerras.
Agradezco su preocupación, pero no recurriré al baño de alcohol que usted
me propone, porque aunque es muy cierto que los picores, fríos y calores
consecuentes me mantendrían despierta durante un largo rato, también lo es que
eso sería como cortarse una mano para curarse un sarpullido: Es bien sabido que
el alcohol daña la piel.
Pero no se preocupe, tengo mis propios métodos: Una gargantilla de
cascabeles tibetanos.
Me la regaló una amiga que mucho yo quería por allá en la lontananza de los
años,
más o menos cuando me casé, semanas más o menos,
porque las terribles vibraciones de mi esposo debían ser rotas de
inmediato, en su opinión:
Díjome entonces que eran brutales, salvajes, descontroladas y muy
peligrosas para un espíritu de porcelana como el mío.
Aún recuerdo su extática expresión al decirlo, la punta de la lengua le
temblaba sobre el labio:
Comprendí que la pobrecilla estaba muy asustada, y le hice caso,
no porque creyera en el poder del sonido de los cascabeles y las
campanillas y las panderetas.
Sólo la música tiene poder mágico.
Pero luego descubrí que un poder sí que tienen, los graciosos cascabeles,
el de mantenerme despierta con su angelical tintineo.
Y, sin embargo, y aunque toda mi expectativa esté puesta en los actos que
voy a presenciar (y a los que quizás contribuiré, si en algún momento se me
considera digna de ello) .... ¡mi gozo en un pozo con este Congreso!.
Ha sido su respuesta, gentil cabellero, la que me ha entristecido:
Según lo que usted dice y si mal no lo entiendo, los políticos van a seguir
riéndose de todos los demás.
Pero ustedes son los que saben así que si a ustedes les parece bien, estará
bien.
Yo sólo soy una aprendiza, y hago lo que me encomiendan: Donde manda
capitán no manda marinero.
Lo que sí voy a solicitar de su gentileza es que si fuera usted tan amable
de devolverme mi misiva anterior,
aunque me llegue hecha una bola de escarabajo pelotero
y tenga que volverla a planchar,
se lo agradeceré mucho.
La necesito porque ya no recuerdo bien aquellas preguntas tan bonitas que
con tanto esmero preparé para el organizador del Congreso,
que ha resultado ahora que no es usted sino un Almirante.
¡Qué ironías de la vida! Un Almirante dirigiendo un Congreso por la Paz.
Supongo que será un almirante retirado, por lo menos.
Rasgo de humor con que la siempre atenta casualidad contribuye al
lucimiento de tan peculiar evento.
Algo más: Le tengo que hacer una advertencia.
El impresor de mi papel de cartas me timó en su última entrega:
La tinta plateada del emblema no es de la misma calidad que la de
anteriores oportunidades.
Así que si se diera la casualidad de que volviera a tener que planchar
alguna de mis cartas,
recomiéndole mucho cuidado con el emblema:
la tinta puede quedarse pegada a la superficie caliente que la está
torturando,
y cuando usted se vaya del hotel van a querer cobrarle el aparato completo,
aunque el cable esté bueno.
Si ya la ensució planché insistentemente un puñado de sal gruesa sobre un
paño de lino.
No creo que eso funcione con la tinta, mancha insidiosa,
pero al menos usted se sentirá más tranquilo ya que habrá hecho lo posible
por solucionarlo.
Y de ahora en adelante,
si se diera la circunstancia de que ésta agradable correspondencia hubiera
de continuar,
le escribiré en el papel del hotel,
menos bonito, sin duda,
pero que seguro que ya está acostumbrado al trato brutal que el personal le
da a las cartas:
¿Será una idiosincrasia del país?
Al botonés intenté darle un billete de mil, pero lo miró con repulsión y no
lo agarró.
¿Tendrá algo contra Simón Bolívar?
Y tal vez debería hablar con alguno de sus superiores para ponerlos
sobreaviso, pero me da un resquemor todo por dentro, de sólo pensar en
ocasionarle al pobre muchacho más problemas de los que se ve que ya tiene.
Será nervios, será falta de costumbre de tratar con humoristas o la emoción
de saber que están filmando una película en el Hotel, y que en cualquier
momento las cámaras pueden apuntarle, o será una deformación genética de
manifestación tardía; será lo que será, pero ese muchacho no está completamente
en sus cabales.
Así que no me ha sorprendido lo que usted cuenta que hizo con la carta.
Pero convendría poder predecir si su estado va a empeorar o si, por el
contrario, se trata sólo de algo pasajero:
Se pasó el corto rato que estuvo conmigo llevándose la mano a la cara y
empujando con fuerza sobre el caballete de su nariz, como si creyera que se le
iba a salir.
Sí, como lo lee: Se presionaba violentamente la nariz contra la cara
como si temiera que ésta se le fuera a escapar volando.
¿Tendrá una alucinación cenestésica?, me preguntaba yo.
Porque para ser un tic era un poquitín excesivo. Muy intenso. Una
brutalidad.
Me abstuve de advertirle que se podía lastimar, porque no me atreví;
con rubor reconozco que me produjo temor, pobre muchacho,
la gente alterada no sabe uno nunca con qué le puede salir.
Aplicadamente suya
Priscilla Pérez Peraza de Perdomo
Hab 713
(habitación que conservaré, si no es molestia: Me gusta mucho.
Tiene una epatante vista a un Sena imaginario pero muy real,
y el número es el más hermoso que nunca me haya tocado en un hotel).
Hola todos. Primero estuve con un gripón, y luego complicada;
todavía tengo mucho que poner al día en los estudios.
Respuesta
Enviado: 13/07/2004 4:02
Srta: Priscilla Perez Peraza de Perdomo:
Mucho nos alegra tenerla nuevamente entre nosotros. Momentáneamente, el
botones me ha dejado su carta para que yo la guarde en el lugar en que
colocamos la correspondencia a la espera de entrega.
Es que el Señor Brunelli estaba por tomar unas vacaciones de un momento
para el otro y no sabemos exactamente la fecha.
Si lo veo antes de que parta, se la entregaré de inmediato.
Mientras tanto, sea usted bienvenida nuevamente, y háganos saber cualquier
inquietud o necesidad que se le presente durante su estadía en nuestro hotel.
Atte.
Tomás
Aire Marino
Conserje
Clarita Alegría se ha plantado
frente a Brunelli, una vez que éste ha abierto la puerta con una precipitación
muy propia de su caracter en cuanto hay dama atractiva de por medio y, buscando
con toda naturalidad en su escote, le ha entregado un sobre rosa, perfumado, y
con letra gótica digna de un calígrafo de postín. Brunelli ha dado las gracias
casi con veneración a Clarita, pero se ha olvidado de la propina. Esta se la ha
tomado por su cuenta y ha picoteado los labios de Brunelli. La sensación ha
sido tal que a punto ha estado de desmayarse.
Pero estaba tan obsesionado por leer la nota de Priscila que se ha
olvidado de Clarita, de la propina y hasta de desmayarse. Nuestra linda
camarerita se ha dado cuenta de las emociones palpitantes de Brunelli y se ha
escurrido con una sonrisa en sus labios pícaros y sensuales.
Brunelli ha logrado abrir el
sobre casi a empujones. En su duelo titánico con el papel ha roto un trozo de
esquela y se ha persignado imaginando que alguna letra esencial ha podido
desgajarse del arbol frondoso. Priscila cita a Olegario para las 17 horas del
día de la fecha, en el salón chinoise.
La alegría de Brunelli es tanta
que da una zapatiesta en el aire y cae de culo. No está nuestro héroe para
muchas heroicidades olímpicas. Mira su reloj y observa que faltan dos horas
para la cita. Intenta acicalarse con tal rapidez que no encuentra su mejor
traje, ni su mejor peluquín, ni la única corbata que soporta. Tal como está,
con dos frascos de colonia sobre su ropa de diario, los zapatones limpiados de
dos escupitajos y con la carta de Priscila enmarcada en plata y envuelta en
papel de periódico, sale de la suite. Baja en el ascensor medio ido, ni
siquiera oye las risas del botones.
Camina por el vestíbulo mirando
los escaparates de las numerosas tiendas de lujo que están diseminadas a lo
largo de las paredes. En una boutique se detiene para contemplar las piernas de
una escaparatista que está colocando un vestido sobre un maniquí. Brunelli
piensa en lo bien que resultaría regalar ese vestido a Priscila. No advierte la
incongruencia de estar mirando las preciosas piernas de la dependienta al tiempo
que piensa, de manera recatada, en seducir a Priscila. Así son los hombres,
dirían las mujeres, y así es Brunelli. No huyas de mirar unas buenas piernas de
mujer mientras llegan otras, porque puede que no lleguen. Ese es uno de los
lemas de nuestro héroe.
Quedan dos horas largas.
Olegario se cansa de dar vueltas y vueltas. Se introduce en el salón chinoise
con la timidez con que entraría un elefante en una cacharrería. Si el elefante
supiera lo que son los cacharros y las normas sociales y el qué dirán, claro.
Como no lo sabe un elefante no tiene esos problemas, pero Brunelli sí los
sufre. Escoge una mesa cercana a un gran ventanal que da a la calle y un poco
escondida por una columna. Olegario gusta de no ser oído, ni escuchado, ni
visto, si puede ser, por desconocidos.
Brunelli tiene tantos
problemas para relacionarse con sus semejantes que solo el humor puede
disimular tanta patología subconsciente. Está pensando que tal vez le viniera
bien acudir a la consulta del doctor Sun y contarle lo de la sua mamma. Llega
un camarero mayor y tieso como un aspa de molino frente al viento. Ahora
Brunelli tiene un serio problema. Si pide un té o una infusión puede que sufra
luego de aerofagia y eso frente a una dama es como cometer un crimen al lado de
un policía.
El camarero le mira, luego le
remira, después le vuelve a mirar, se pone de un pie, se pone del otro, y
Brunelli sin decidirse. Por fin saca fuerzas de flaqueza y le expone el
problema al camarero que tuerce ligeramente la nariz. Es el único signo visible
de su descontento, de la tormenta que se agita en su interior. Le recomienda
una copita de champán, es digestivo y además queda muy chic con las damas.
Brunelli se deja convencer.
El camarero vuelve con el
cóctel de champán. Olegario le ruega encarecidamente que si una dama pregunta
por él, al momento la traiga en volandas. ¿Por quién debe preguntar la dama?.
Brunelli no ha caído que el camarero podría traerle todas las damas que
preguntaran por alguien. No ha caído o tal vez sí ha caído. Nuestro héroe es
así, tímido pero astuto.
Allí queda nuestro amigo, el
envoltorio en el regazo, la copita de champán camino de su boca y el
pensamiento deshojando la margarita. ¿Vendrá o no vendrá?. ¿Temerá ser
considerada como desvergonzada si acepta una cita con un caballero a ciegas?.
Las damas suelen temer estos encuentros y hacen bien, la historia está sembrada
de machos que se creyeron lo que no era. Pero él, Brunelli, es un caballero y
puede demostrarlo. ¿Pero le dará ocasión Priscila de mostrar sus
credenciales?. ¡Uy las damas!. ¡Cómo son
las damas!. ¡Cualquiera sabe!.
4 pm en la habitacion 713
Priscilla aún no sabe qué ponerse.
Camina de aquí para allá entre la cama y los sillones, todos ellos
cubiertos de vestidos,
mirando, descartando, volviendo a barajar y volviendo a descartar.
Dentro de ella disputan dos impulsos igualmente intensos y justificados
ambos:
El natural hacia la elegancia, traído en la sangre, perfeccionado desde el
nacimiento,
alimentado por las orgullosas miradas de Ramiro al lucirla colgada de su
brazo,
facilitado por la cantidad y calidad de la ropa esparcida a su alrededor.
El impuesto por la ocasión de su voluntad de demostrarle a Ramiro que está
en condiciones de hacer el mejor de los papeles en representación suya.
Pero ¿cómo se viste uno cómico?
Más aún, ¿cómo se viste uno cómico sin dejar de ser elegante?
Porque tampoco se trata de traicionarse a sí misma y dejar de ser
Priscilla:
En ese caso no sería Priscilla la que estaría demostrando nada.
Al final opta a regañadientes por el vestido de clown.
Así lo había calificado Ramiro la primera vez que se lo viera puesto:
«Será finísima esa seda natural que te trajo tu prima, pero la intención
del regalo no es nada elegante.»
y como ella no entendiera, agregó:
«Mi Priscilla, siempre tan ingenua. Es una indirecta sobre mi reciente
nombramiento.»
Ella no estaba muy segura de que un vestido regalado a ella tuviera que ser
una indirecta para él, pero en cuestiones de política y relación personal -como
en todo- él solía ver mucho más que ella.
Y el vestido realmente no iba con ella: Colores pasteles, pero muchos y
mezclados, y esos enormes botones cubiertos de seda, cada uno de un color
distinto.
«Mírate -le mostró él el espejo-. De haber sido de colores vivos sería el
propio traje de clown.»
Y "traje de clown" se quedó.
Se lo pone, sin darle ya más vueltas, porque casi es la hora.
La falda la reconcilia un poco con la elección, le produce una grata
sensación aérea entre las piernas, sutil y vaporosa: Parece haber sido hecha
cosiendo muchos distintos pañuelos de seda natural a la cinturilla por las
puntas. Y sobre la holgadísima y también multicolor blusa luce el pálido
arcoiris de los siete enormes botones -tamaño fuerte de plata, de los de
antes-.
Tal vez era cierto que ese vestido estaba de moda cuando Martita se lo
regaló, pero ahora era definitivamente un muy femenino, lujoso y sutil ...
¡traje de payaso!
Y eso era lo que ella se había propuesto ser esta vez, un payaso.
Aunque no estaba nada segura de conseguirlo.
Sobre el otro problema ya había tomado hacía horas una decisión:
Imposible competir con la espontaneidad de Ramiro sobre las tablas,
habiendo él casi nacido sobre la tarima de una parranda gaitera en pleno
jolgorio navideño, y habiendo recibido, como solía decir él, la vocación en el
nombre.
Ella en el nombre sólo llevaba el sifrinismo.
Se calzó los guantes. También de seda, pero grises. Largos hasta el codo.
Muy chic.
Sin guantes no era ella.
Tomó el pesado bolso. ¿Por qué tan pesado? Bueno, ya no le daba tiempo a
revisarlo. Caminó medio torcida por el peso, eran pocos pasos hasta el
ascensor.
«Yo sé que sobre el escenario soy una ausencia -ensayó en voz muy baja-. Lo
sé desde que en el grupo de teatro de la universidad me desmayé en medio de una
obra y nadie se enteró hasta que encendieron todas las luces para empezar a
recoger la escenografía.»
Entró al ascensor, pidió la planta baja.
Ya le habían empezado a molestar los anteojos. Se había puesto los mejores
que tenía, que no usaba nunca porque le apretaban mucho el caballete de la
nariz, aunque tenían la ventaja de que no se le iban resbalando todo el tiempo:
No se puede estar alerta y ser asertiva cuando uno tiene que estar todo el
tiempo pendiente de que no se le caigan los lentes. Pero no los soportaría
mucho rato.
Aunque con estos anteojos -inmóviles delante de sus ojos- veía mejor que de
costumbre, igual fue contando los pasos hasta llegar al Salón Chinoise, tres a
la izquierda, dos a la derecha, cinco derecho y arruga en la alfombra... Mejor
curarse en salud.
«Debí haber cambiado el lugar de la cita» se dijo nuevamente mientras
caminaba en la dirección que el empleado le indicara. Aquello de "Salón
chinoise" le hacía pensar en la intencional voluptuosidad íntima del
"boidour de Merceditas" en Ifigenia, lo que no le daba muy buena
espina.
Pasó entre tres biombos en sucesión de zigzag hasta un ambiente poco
iluminado pero amplio y con varios sofás y mesas bajas. Nada que ver con un
boidour, menos mal.
-Honorable señor humorista nomber uan -empezó..
No podía tenderle la mano porque no había terminado de sacarse el guante de
la mano derecha, pues se le estaba dificultando mucho debido al insólito peso
de la cartera.
Finalmente estiró la mano con el guante a medio sacar, largos dedos de seda
gris alcanzaron apenas a rozar la mano de Olegario y se batieron en retirada
intentando recuperar la elegancia perdida. No hay como un par de guantes
rebeldes para arruinarte una entrada.
Es que los guantes son una de las piezas de vestir más contradictoria, con
eso de que para saludar hay que quitárselos:
Priscilla a estas alturas ya no recuerda si empezó a usarlos para esconder
unas manos no tan hermosas como las hubiera querido, o, por el contrario, para
llamar la atención, al momento de sacárselos, sobre la pálida languidez de sus
esbeltísimos dedos.
-Honorable señor humorista nomber uan -repitió-: Yo sé que sobre el
escenario soy una ausencia.
El guante había caído detrás del sofá junto al cual estaba, de modo que se
interrumpió para agacharse a recogerlo.
Cuando se levantó ya no ubicaba visualmente a Brunelli.
-Honorable... -giró sobre sí misma desconcertada, tan pequeño no era
Brunelli, que ella recordara, como para perderse visualmente de esa manera.
Brunelli tuvo tiempo de pensar en muchas cosas. No era la primera cita con
una dama aunque tal vez no pasara de la tercera. Sentía temblar las rodillas y
con ellas la carta de Priscila, enmarcada en plata. El viejo camarero no dejó
de presentarle una dama tras otra, en realidad todas las que entraban al salón
chinoise. Olegario no es un hombre mal pensado, al contrario, le gusta imaginar
siempre lo mejor de sus semejantes, o al menos intentarlo, aunque termine por
pensar mal de todo el mundo, de otra forma no sería humorista. Pero aquel
trasiego de damitas le olía a cuerno quemado. Aquel pendejo de camarero se
estaba vengando de mala manera. Priscila era una mujer única e irrepetible y
aquel viejo, con una sonrisa de conejo que daba grima, no cesaba de presentarle
damas.
Llegaba muy tieso, se inclinaba en un saludo que hacía rechinar sus
bisagras poco engrasadas, y le decía a Brunelli, con su vocecita de niño que no
ha roto un plato en sus pocos años de vida, pero que acaba de romper toda la
vajilla en un acceso de cólera: Disculpe el señor, pero esta dama pregunta por
usted. La dama en cuestión se le quedaba mirando a Brunelli con ojos de poco
querer y saltaba como un áspid. Creo señores que aquí hay un error. Yo no
pregunto por nadie, sino que usted, mozo, es el que me ha dicho que preguntaban
por mi.
El "mozo" se ruborizó como un colegial y su sonrisa de conejo se
amplió hasta transformarse en una sonrisa de hipopótamo, si es que los hipos
sonrien, que no lo sé. Brunelli observaba a la dama en cuestión como si tuviera
que pesarla a ojo y cuando empezaba a sentirse muy cansado de tanto sostenerla
en brazos, se disculpaba. Usted perdone, señora, me temo que el error lo ha
cometido "este mozo". Es cierto que estoy esperando a una dama, pero
no es usted. Usted no es Priscila, ¿no es cierto?. Y lo decía como amenazando.
Como diciendo: como se le ocurra ser Priscila se va a enterar. Y es que las
damas en cuestión eran bastante feuchas, que me perdonen ellas si pueden, o
bastante gordas, o muy viejas. Y Brunelli ama el eterno femenino, pero no tan
eterno, ni tan bien alimentado, ni tan "estético". En cambio en la
hora que duró su espera (Brunelli pensó con regocijo que Priscila estaría
probándose todos los vestidos del armario, y la imaginaba tan pronto desnuda
como vestida y los ojillos se le hacían cada vez más pequeños, más pequeños,
más...) hubo una dama que le hizo tilín y luego tilón y luego casi se traga la
peluca y luego...
Se parecía tanto a la Sharon Stone que Brunelli miró al camarero como si
estuviera viendo un extraterrestre. No puede ser, pensaba, que este idiota haya
tenido el detalle de traerme a la mismísima Sharon Stone. Es idiota, realmente
idiota, pero no tanto. Olegario se pasó un minuto y otro, sopesándola en sus
brazos, y ella pesaba poco, era como una pluma con curvas. Y así hubiera estado
toda la tarde hasta que la dama en cuestión, rubia por más señas, le espetó.
Bien caballeros, aquí hay un tremendo errror (lo dijo por Brunelli que se miró la
barriga). No creo que yo tenga una cita con un gordo tan repugnante en toda mi
vida. Y usted disculpe. Se refería a Brunelli. Como Olegario encontrara la voz
perdida para preguntar a la dama si era en realidad la mismísima Sharon Stone,
ésta le soltó un sopapo antológico. ¿Por quíen me ha tomado usted?. Como se le
ocurra confundirme otra vez con esa guarra le salto un ojo. Usted tiene menos
educación que un tiburón y encima es tan gordo que da asco.
Esta secuencia dejó a Brunelli tan hundido que cuando llegó la auténtica
Priscila y extendió su mano enguantada hacia su boca, no pudo superar su baja
autoestima y se dejó caer detrás del sofá, panza arriba y con poco resuello.
Allí quedó un buen rato mientras la pobre Priscila daba vuelta sobre sus pies y
luego se arrodillaba en el suelo alfombrado, por si Brunelli hubiera encogido
(¡qué mas quisiera él!) transformándose en un diminuto de los dibujos animados,
perdido entre los pliegues de la alfombra, como en un océano sólido y
enrojecido. Quiso hacer señas al camarero para que le indicara dónde se había
escondido Brunelli, pero el buen mozo había desaparecido entre los tonos pastel
del vestido de Priscila y el par de columnas y el par de palmeras que rodeaban
la mesa escogida por Olegario para no sufrir un acceso de su mal, su
gentefobia.
Priscila se sintió perdida, allí en mitad del salón chinoise, con su
vestido de clown y sus gafitas de dama intelectual. ¿Qué hago yo ahora?, pensó
con lástima de sí misma, una inmensa lástima, una infinita lástima de sí misma.
Y fue entonces cuando Brunelli surgió delante de las naricillas chatas de
Priscila, como una aparición gorda en un show de magos flacos que hacen burla
de los gordos. Aquella sorpresa no estaba programada, aunque bien hubiera
podido ser el gran éxito de Brunelli...si Priscila tuviera los anteojos donde
deberían estar. Pero no, se los había quitado de su naricilla chata y los
estaba limpiando con un pañuelo color arcoiris. Más que nada para disimular,
porque en realidad los cristales estaban relimpios, como toda su persona,
relimpia y colorista.
Brunelli observó a la dama, como sopesándola en el aire y sacó una rápida
conclusión, más bien varias rápidas, pero profundas conclusiones. Una, que la
dama se había estado probando todos los vestidos de su guardarropa. En eso
tenía más razón que un santo. Dos, que la dama había escogido por fin, y al
final, cuando ya la paciencia de cualquier santo se agotó, el vestido regalado
por su peor enemiga. Tres, que tal como estaba bien podía presentarla en el congreso
de humoristas. Sería su ayudante y causaría sensación. Cuatro, que a pesar del
vestido, de los guantes, del pañuelo arcoiris, de las pestañas demasiado
dobladas y de las gafas que se estaba colocando sobre sus nariz chatita, era
una mujer para ensoñar. Y Brunelli se quedó mirando a la dama y ensoñando y
ensoñando... Hasta que oyó la voz arcangélica que le decía. ¿No será usted por
casualidad el humoristas number...number...?
Y aquí Priscila se quedó trabada. Bien porque no fuera capaz de imaginar,
ni en las peores pesadillas, que el humorista number one del mundo pudiera ser
aquel gordo barrigón y abotargado que la miraba como un idiota, al tiempo que
con el dedo índice de su mano derecha intentaba hacerse un rizo en el bisoñé.
Bien porque lo del "one" se le atragantaba siempre a pesar de su
espléndido inglés de Oxford y Cambridge y de su excelente americano de Yale.
-Olegario, para servirla. Déje eso de number one, solo me lo llaman los
seguidores con los que tengo menos confianza. Usted Priscila, puede llamarme
Oli, por lo de Olegario, aunque si prefiere , de momento y hasta que nos
conozcamos mejor, guardar las formas llámeme Brunelli, Brun-elli. Porque usted
es Priscila. ¿No es cierto?.
Y lo dijo con un suspiro, no porque se sintiera desengañado, puesto que la
dama le hacía ensoñar. Si le quitaba los guantes -que se quitó ella en ese
momento con la lentitud y sensualidad de Gilda, aunque sin darse cuenta, asi
como quien no quiere la cosa- le ponía unos anteojos más modernos, más de chica
de pasarela, y le cambiaba el vestido por algo más discreto, más chic, digamos,
aquella mujer podía sufrir una transformación bárbara, como de fea de culebrón
a Gilda de cabaret. No era por eso el suspiro, sino porque de no ser Priscila
aquella dama comenzaría a darse de cabezazos contra las paredes y cogería al
"mozo" del cuello y apretaría...apretaría.... aaaa.....
Priscila le sacó de su ensimismamiento. Quería sentarse, estaba muy
cansada, y tomar algo, sentía la boca seca, y poder charlar con Brunelli con
calma. Porque el susto había sido morrocotudo. Por un momento pensé que se
había convertido en un diminuto, ya sabe esos de los dibujos animados y de las
películas. Usted disculpará, Oli, pero al no verle... pensé lo peor. Las
mujeres somos así, un poco, un poco...¿cómo diría?.
Aprensivas. Dijo Brunelli que como un ciclón gordo tomó de la mano a
Priscila y la condujo a la mesa y ayudó a que se sentara corriendo la silla,
que luego empujó ligeramente hacia delante, y sirvió una copita de champán que
ofreció a sus dedos desenguantados y de piel suave y se sirvió otra copita para
él y brindó por el feliz encuentro. Que esto se repita al menos una vez al día
y nada me alegraría más que usted aceptara ser mi ayudante en los shows que
tengo preparados para el congreso de humoristas. ¿Qué me dice usted?...Sí, sí,
qué me dice... Responda, responda...
Y es que Priscila no podía responder porque se había echado la copa al
coleto y acababa de atragantarse. Su cara se demudó y no podía respirar y...
Entonces Brunelli se colocó a sus espaldas, la levantó de la silla y la dio tal
palmada en la espalda que de la boca de Priscila salió todo el champán bebido y
con él un formidable grito que puso histéricos a los reposados clientes del
salón chinoise.
¡Oh,Brunelli, Brunelli!. Ya la has pifiado otra vez.