domingo, 13 de febrero de 2011

Hotel de los disparates IV



Al día siguiente todo comenzó a funcionar en el nuevo país. Funcionarios borrachos abrieron las oficinas; cuerpos de seguridad embolingados patrullaron las calles; comerciantes que tartajeaban intentaban vender sus productos mientras el resto de ciudadanos dormían a pierna suelta y cuerpo desnudo en las playas.
El Sr. Pestolazzi no logró contratar empleados para que adecentaran un poco el hotel hasta una semana más tarde. Cuando el país despertó de su borrachera todo el mundo regresó a sus quehaceres y los que llevaban un tiempo trabajando borrachos decidieron que necesitaban unas pequeñas vacaciones. Los nuevos cuerpos de seguridad contratados por el consorcio de millonarios, auténticos mercenarios de mil guerras, desalojaron por fin el hotel de todo huésped que no pagara en el acto y por adelantado su estancia. Y de esta forma el hotel “Joie de vivre” que poco más tarde empezaría a ser conocido como el hotel de los disparates fue botado, mientras numerosas botellas de champagne francés golpeaban contra sus paredes, como un yate nuevecito y reluciente.
Permítanme que me detenga un momento para hacer una descripción, aunque sea muy somera del susodicho hotel.
Creo que eran veinte plantas –nunca me detuve a contarlas- algo así como cinco mil habitaciones (unas doscientas cincuenta por planta, si no me falla la calculadora), amplias cocinas en los sótanos, tres plantas, tres, bajo tierra, dedicadas a parking vigilado; un centro de seguridad oculto en un bunker de cemento que ocupaba el centro de la primera; salón de congresos y convenciones; salones rimbombantes y muy lujosos (el número y características se dirá en su momento); tiendas de alto standing en el hall; servicio de limusinas; unos cinco mil empleados entre conserjes, botones, azafatas, camareros, doncellas, maîtres, mayordomos, personal de cocina, personal de mantenimiento, etc etc. Restaurantes de cinco tenedores y una cuchara; piscinas olímpicas, un corredor acristalado desde la playa hasta los vestuarios, etc etc etc Es una lástima que no pueda disponer de muchas fotos porque la mayoría se las tragó el photoshop en un fallo estrepitoso del shofware.
El primer botones contratado fue un tal Alvarito Pina, un jovenzuelo malhablado y que siempre estaba de broma. Se hacía llamar por sus seguidores “El botones Sacarino” y no dejaba títere con cabeza con sus pullas. El flamante director le hizo firmar el contrato preparado por la asesoría jurídica que se estaba formando, integrada por un tal Sr. Aladro, a quien por lo visto los clientes de un conocido bufete internacional denominaban “abogadro” , por sus poliédricas facetas profesionales.





El Sr. Pestolazzi tuvo que escuchar todo tipo de comentarios irónicos sobre el perfume que usaba en aquel tiempo, L`homme pour les femmes”, de París. No quiso enfadarse porque no tenía tiempo para tonterías. El hotel estaba en cuadro, hasta el punto de que los primeros huéspedes hacían cola en conserjería para registrarse y la necesidad de un botones, aunque fuera Alvarito, era perentoria. Así mismo hizo ojos sordos a la desfachatez con la que aquel rebelde jovenzuelo utilizaba una especie de tabla de surf (era muy aficionado a este deporte) a la que había puesto ruedecitas de goma, porque el director no hubiera permitido ni el menor rasguño en los suelos recién pulidos y encerados. Se deslizaba subido en ella por todo el hall, dispuesto a llevar maletas y a conducir huéspedes a sus respectivas habitaciones, como un pastor sin perros conduciría a sus ovejas: silbando y arrojando piedras, si era preciso.
Pestolazzi echó mano de todo lo que pudo encontrar y pronto muchos invasores, sin oficio ni beneficio, que se habían escondido en las habitaciones, como auténticos okupas, y donde se hicieron fuertes y enfrentaron a los mercenarios, fueron contratados. La conserjería quedó cubierta, los ascensores subían y bajaban con ascensoristas flacos y con gorritas playeras y nadie que hubiera entrado en aquel momento habría sabido distinguir entre personal y clientes. Los uniformes aún no habían llegado y tardarían en hacerlo un tiempo, el que tardara Don Alcanfor, modisto y decorador, en cumplir el encargo urgente que Pestolazzi le había transmitido, por orden del consejo, sin duda influido por la esposa de su presidente, una fan adicta y recalcitrante del más extravagante de los modistos. ¡Y mira que son extravagantes los modistos!



Ya desde el principio el tráfago del hotel “Joie de vivre” se hizo tan disparatado como pronto pregonaría su fama por todos los confines del globo. A ello contribuyó con buen ánimo Alvarito, único botones por el momento, quien en su tabla de surf con ruedas no cesaba de deslizarse desde la conserjería hasta los ascensores, portando maletas y hasta huéspedes, especialmente mujeres… y atractivas, según se dijo Pestolazzi, aunque no podía estar muy seguro de ello porque el pobre hombre había tenido muy poco trato con damas… me refiero a trato íntimo, porque del menos íntimo es evidente que resultaba inevitable por su profesión. Hubo un tiempo en el que llegó a decirse de Pestolazzi que se había enmarcado claramente en una elección sexual en la que las señoritas poco podían hacer. Nada más incierto, como alguna doncella y camarera del hotel llegaría a comentar “soto voce”. Lo que le ocurría a Pestolazzi tenía mucho más que ver con su timidez congénita, de la que hablaremos en otro momento, cuando tratemos de su biografía, y con la fuga eterna a la que sometía a las damas que estiraban sus chatas naricillas hacia sus apestosos olores. Lo mismo sucedía con los hombres, con los niños y hasta con los perros, que ni siquiera se acercaban a olerle.
Por estas y otras razones Pestolazzi no dio por válida su opinión sobre la hermosura de las damas a las que Alvarito llevaba de acá para allá y hasta se atrevía a acompañarlas en el ascensor y a dejarlas en sus habitaciones, algo que no hacía con los hombres, dieran la propina que dieran. Casi todas eran mujeres solitarias, si bien se arriesgaba con otras acompañadas, siempre que su atractivo mereciera la pena. Si su acompañante no aceptaba de buen grado las miradas lujuriosas de Alvarito hacia su consorte, éste, nuestro bien amado botones, procuraba que el patín-surf perdiera la estabilidad para que el acompañante de turno se deslizara al suelo sobre sus nalgas mientras él se aferraba con mucha fuerza a la cintura de las damas. Luego, haciendo caso omiso, de los gritos de los hombres y de los gestos, más o menos compasivos de las mujeres, abandonaba a los acompañantes a su suerte y conducía a las damas a sus respectivas habitaciones.
Allí dejaba el patinete en la puerta y procuraba acompañar a la dama hasta el baño, si era preciso. Se mantenía impertérrito, a pesar de las propinas, y solo abandonaba la habitación cuando la dama de turno se lo exigía a voces, gritos o sopapos. Alguna debió de haber que no quiso arrojarle al exterior. Las causas de un comportamiento tan extravagante y lo que sucediera o no de puertas adentro no es de mi competencia, aunque puede que me vea obligado a relatar alguna que otra crónica subida de tono al respecto.
Era una delicia verle arrojar las maletas en el ascensor, sin ninguna consideración, mientras que su caballerosidad y melosidad con las damas, a las que ayudaba a descender de su patinete, a pesar de su escasa altura… la del patinete, quiero decir, porque Alvarito, a pesar de no ser muy alto, daba la talla, al menos de vez en cuando. Sujetaba el patinete con un pie hasta que se vaciaba y luego se lo echaba al hombro, lo introducía en el ascensor, haciendo caso omiso de las protestas del ascensorista y del resto de inquilinos de aquel diminuto cuarto, y mirando, bien al techo, bien a las piernas de las damas, se dejaba ascender hasta la correspondiente planta. Allí otra vez colocaba el patinete en el suelo, lo sujetaba con una pierna, ayudaba a la dama a subir, la trasladaba a su habitación a velocidad supersónica e intentaba olvidarse de las maletas. Si la dama de turno insistía regresaba veloz, colocaba los bultos en el patinete de cualquier manera y volvía a la puerta de la habitación donde la dama esperaba paciente, porque Alvarito tenía mucho cuidado en quedarse con la llave-tarjeta hasta que él pudiera abrir la puerta personalmente… no fuera que alguna lo dejara fuera, como una maleta más.
Siempre salía de las habitaciones con una oreja a oreja, sino era porque había recibido la propina que anhelaba –un cuerpo desnudo entre las sábanas- era porque se conformaba con el vil metal y cuando ni una cosa ni otra, le consolaba la esperanza de vengarse de la dama cuando llegara el momento.
Mientras estas y otras cosas sucedían en el hotel, Pestolazzi decidió encerrarse en su despacho, con un intenso olor a lavanda, descolgó el teléfono e inició una actividad frenética. Llamó a los diarios, a las cadenas de televisión y demás medios de comunicación del país y colocó un anuncio, invitando a un casting para ocupar las plazas vacantes del hotel. Los candidatos deberían presentarse en el hotel cuanto antes y se les adjudicaría una habitación hasta tanto pudiera celebrarse el casting.




EL SR. PESTOLAZZI

Se pasó el resto de la mañana, toda la tarde y parte de la noche al teléfono, hasta que le rindió el sueño, preparando un casting que pasaría a la historia como un mito del surrealismo y el esperpento. Pero antes de intentar describir aquel caos insufrible considero conveniente echar mano de los archivos del hotel de los disparates y narrarles, aunque sea someramente la biografía de este insólito personaje.
De ascendencia italiana, concretamente siciliana, sus orígenes no obstante permanecen un tanto en la niebla o la bruma más densa. Sus padres emigraron a USA, la tierra prometida, el sueño americano, donde con hartas dificultades se hicieron con un pequeño restaurante italiano, donde se servía buena pasta, ricas pizzas y todo tipo de exquisitos platos de la cocina italiana. Tuvieron que pagar impuesto a la mafia, como casi todo el mundo en La Pequeña Italia, y lograron salir adelante con sacrificio y entereza inconmensurables.
Se dice que Pestolazzi simultaneó la restauración con los estudios. Se dice que nunca los terminó, pero que de ellos le quedó una gran afición por la historia y específicamente por el barroco, las pelucas y las contradanzas. Se dice que su afición a los perfumes nació de un desengaño amoroso. Siendo aún muy joven se prendó de una jovencita GUASP (Guapa, anglosajona, blanca y presbiteriana) quien en cierta ocasión visitara el restaurante con sus padres para celebrar sus dieciocho abriles, porque era aries.
Pestolazzi se enamoró prendidamente de ella y remitió cartas a su dirección –nadie supo cómo la obtuvo- y como no lograra respuesta se coló en el jardín de la mansión de la amada, o más bien de sus papás, y le dio una espantosa serenata nocturna, tañendo el laúd, hasta que ella, completamente k.o. salió al balcón y le dio una cita.